Cuando en 2012 el Estado expropió YPF, la medida generó polémica, pero también marcó un antes y un después en la política energética nacional. Argentina venía de años de caída en la producción y dependencia de importaciones, y la decisión de recuperar el control de su principal empresa petrolera buscaba revertir esa tendencia.
De aquella apuesta nació el impulso definitivo a Vaca Muerta, una formación geológica en la cuenca neuquina que hoy se ubica entre las mayores reservas de gas y petróleo no convencional del planeta. Más de una década después, los resultados son contundentes: la producción creció de forma sostenida, el país volvió a exportar energía y el déficit del sector se transformó en superávit.
Según datos oficiales, en 2025 el sector energético alcanzó un saldo positivo de USD 5.368 millones, una cifra que explica casi el 90 % del superávit comercial total de la Argentina. En un contexto de restricciones externas, Vaca Muerta se convirtió en una fuente clave de dólares genuinos, impulsando no solo la balanza de pagos sino también la actividad económica.
El desarrollo del yacimiento también generó miles de empleos directos e indirectos, atrajo inversiones tecnológicas y reactivó economías regionales. Sin embargo, el gran desafío que se abre es sostener ese impulso mediante infraestructura —como el gasoducto Néstor Kirchner— y políticas que garanticen previsibilidad a largo plazo.
Más que un proyecto energético, Vaca Muerta es hoy una política de Estado en movimiento. En tiempos de inestabilidad y ajustes, es el ejemplo concreto de cómo una decisión estratégica puede transformar una crisis en una oportunidad y convertir los recursos naturales en una plataforma de desarrollo.






